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jueves, 5 de marzo de 2009

Un lustro.

Me encontraba frente a la casa de A. tenìa algunas huellas del tiempo fuera y muy factiblemente tambièn dentro, era una calle como todas, pero habìa algo especial en ella, era siempre la misma gente, como si el tiempo se empeñara en no quitar a los habitantes que permanecìan ahì a fuerza y a respirar oxìgeno claudicado de hacìa muchos siglos.

Sentì un sabor a metal en la lengua, de esas sedes arremolinadas por el transcurso del dìa y de no haber bebido nada en horas, sin embargo toquè el timbre y vi salir a un hombre que no conocìa, seguido por otro que si conocìa y que era mi tio.

Me invito a pasar y accedì, la casa era la misma, la vi màs chica de lo que la veìa cuando la deje de habitar, y descubrì que habìa cambiado un p0co.

Ella estaba acostada en un reposet, paso casi un lustro desde que deje de verla, sus palabras eran entrecortadas y demasiado tristes para repetirlas, de pronto cerro los ojos y no los abrio màs; tuvo el firme deseo de verme y yo me retire antes de que el ambiente se pusiera màs descarnativo y màs apesadumbrado.

A. me dejo un pergamino amarillo que escribiò a solas en sus ratos de consiencia, y me lo entrego pegajoso y repleto de cenizas de cigarro, decìan algunas cosas que nunca acabè de comprender, era una especie de còdigo secreto que nunca tuvo nadie; entonces supuse que lo debìa conservar, sin embargo, decidì ponerlo en el parque, despuès de todo, aquellas cosas eran parte del pasado.

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